Como afirmamos anteriormente, en América hispana no  existió ninguna autoridad suprema. Si bien cada funcionario tenía cierta  autonomía dentro de su propia competencia, existían contrapesos, limitaciones y  controles destinados a evitar abusos de poder o a sancionar los excesos que se  podían cometer, tentados por la lejanía con la metrópoli.  Estos sistemas de coordinación y de recíproca  vigilancia funcionaban de manera análoga a la división de poderes del  constitucionalismo moderno, aunque de una manera más elástica y dúctil, porque  las medidas inconsultas o arbitrarias podían encontrar un correctivo eficaz  sobre la propia marcha y sin tener la necesidad de recurrir a España. 
              El régimen indiano, con esos sistemas de coordinación y  control, quería afirmar el imperio de las normas jurídicas mediante recursos y  procedimientos fundados en leyes (Zorraquín Becú, Ricardo, 1973). 
              La falta de autoridades supremas obligó a considerar la  naturaleza peculiar de la jerarquía política indiana. No existía una  dependencia estricta entre unos y otros organismos o funcionarios, sino que  todos actuaban con cierta libertad dentro de su esfera, aunque vigilados por  los demás. La jerarquía política en América estaba fundada más en la dignidad  de los cargos, que en el ejercicio efectivo de un poder de decisión frente al  funcionario de menor categoría. 
              Esto pone en evidencia que la organización del poder en  las Indias no configuraba una pirámide, sino que podría compararse a una  circunferencia cuyos rayos partían todos de la corona, centro único de la  soberanía y se distribuían a través de todos los organismos. Cada autoridad  dependía a la vez de otro, pero tenía cierta autonomía funcional y podía ser  controlada por organismos, que en realidad no eran sus superiores, siguiendo a  Zorraquín Becú.