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Las mujeres de la elite colonial mendocina pertenecían a este sector por nacimiento o alianzas matrimoniales. Ellas tenían en el hogar y la iglesia el centro de sus vidas. El primero, era el “santuario” donde se consideraba que ellas, además de estar a salvo de las tentaciones del mundo, eran capaces de no desviarse de su destino verdadero de madres y esposas. Es decir, en palabras de Michelle Perrot, la casa las defendía y, al mismo tiempo, marcaba una frontera entre lo público y lo privado.

El otro centro de la vida femenina después del hogar, era la iglesia. Las mendocinas de la época colonial solían ir al templo varias veces por día (muy temprano a la mañana, al mediodía y por la tarde) pero nunca solas, especialmente las más distinguidas, debido a que no estaba bien visto; por ello, se hacían acompañar por sus hijas, criadas o esclavas. Algunas damas que querían destacarse por sus sentimientos religiosos elegían para ir a misa el hábito de la orden monacal cuya iglesia frecuentaban (franciscanos, dominicos, mercedarios, etc.); sin embargo, no eran muchas, porque la mayoría vestía sencillamente de negro.

Se esperaba que estas mujeres siguieran fielmente los preceptos y pautas sociales vigentes. Debían ser recatadas, calladas, sumisas y obedientes a los varones: padres y esposos. La reputación estaba ligada al honor, señala José Luis Moreno, es decir, el mantenimiento de la virginidad para las solteras y la fidelidad marital de las casadas.

Como bien señala Ricardo Cicerchia, el vestido, en tanto sistema de signos, representaba tradición, prerrogativas, linaje, etnia, generación, religión, estatus y, por supuesto, género. Así, por ejemplo, en el siglo XVIII, las mendocinas acomodadas vestían a la usanza de Lima. De allí se hacían traer sus prendas de terciopelo, guantes, chapines (zapatitos) de seda y sombreros de tafetán. Para salir siempre llevaban mantos o mantillas que les cubrían la parte superior del cuerpo y la cabeza. En cuanto al cabello, nunca suelto, siempre recogido en un importante rodete, aunque también eran comunes las trenzas sujetas con peinetas o rematando en un moñito de cinta de color. Y con respecto a la apariencia general de estas mujeres, casi todos los viajeros coinciden en que eran bonitas pero, lamentablemente, la gran mayoría estaba desfigurada por el coto, una enfermedad bastante usual en las ciudades mediterráneas de antaño que no distinguía clases, ya que las mujeres de menos recursos también lo padecían.

Aunque, en general, las mujeres de la Mendoza colonial estaban subordinadas a la autoridad masculina y no tenían injerencia en los asuntos políticos y económicos de sus padres o maridos, hubo excepciones, como fue el caso de Melchora Lemos. Esta mujer, según refiere Pablo Lacoste, logró convertirse en una empresaria poderosa, algo muy poco usual en estas tierras cuyanas a principios del siglo XVIII y más aún porque era soltera y no dependía de ningún varón.