Antes de hacerse cargo de su puesto, al menos a partir de los primeros años del siglo XVII, el corregidor debía presentar declaración de sus bienes. Si el nombrado estaba en América, este inventario era registrado por la Audiencia a cuya jurisdicción pertenecía su distrito; si se encontraba en España intervenía el Consejo de Indias. También depositaba una fianza en la ciudad principal de su jurisdicción, con el propósito de asegurar su arraigo mientras se sustanciara el juicio de residencia y garantizar el pago de cualquier multa que pudiera resultar de este proceso.
En la elección de estos funcionarios, no podían ser nombrados los vecinos del lugar donde hubieran de ejercer la jurisdicción, ni los encomenderos, propietarios de tierras o minas, ni tampoco los parientes, dentro del cuarto grado de consanguinidad, de las autoridades mayores. Los Virreyes y presidentes de Audiencias no podían designar como corregidores, a parientes hasta el cuarto grado de cualquiera de los funcionarios más importantes de la provincia.
Al igual que los miembros de la Audiencia, no podían casarse dentro de su distrito, sin permiso especial de la Corona, ni podían elegir subordinados entre sus parientes hasta el cuarto grado. Si era nombrado por la Corona, tenía autoridad para designar y remover tenientes en las principales ciudades de su jurisdicción. La interferencia de Virreyes y Audiencias en estos nombramientos estaba estrictamente vedada, excepto en casos de inmoralidad administrativa. Los tenientes de corregidor estaban sujetos a las mismas normas que el corregidor, en cuanto a la fianza, participación en negocios y casamiento.
Comadrán Ruiz afirma que otro aspecto de interés institucional que surge del análisis de los títulos otorgados por la Corona para desempeñarse como corregidor y justicia mayor de la provincia de Cuyo, es el de la forma como los titulares obtuvieron sus despachos. En todos los casos de provisión real medió una donación a la corona.
Los corregidores y Gobernadores provinciales, especialmente si habían sido nombrados por el rey, podían desenvolverse con autonomía considerable en la administración de la justicia local y en el ejercicio de la función de policía o gobierno que estaban en sus manos.